Yo estaba en el 111. Volvía de la facultad, como siempre, con los auriculares colgados de las orejas y no pensando en nada más que en mi preocupada vida de estudiante.
Detrás mío viajaban dos estudiantes extranjeros de los cuales no reconocí la lengua pero que seguramente estudiaban en la UCA.
Yendo por Marcelo T. de Alvear, plena noche, el colectivo pasa despacio frente a una parada de su propia línea, en la cual veo cómo dos viejitos abrazados levantan esforzadamente los brazos para que el 111 se detenga, medio apachurrados de frío e intentando caminar hacia la puerta.
Pero el bendito conductor los ignora. Los estudiantes de atrás mío miraban la escena con asombro. Yo también.
Sin más, el semáforo en rojo le impide al bus seguir su camino, lo que molesta visiblemente al chofer.
Yo me saqué los auriculares.
La viejita, quien parecía tener más fuerza que su pareja, golpea entonces el vidrio de la puerta delantera, casi triunfante.
El colectivero abre, mirando para el otro lado.
"A ver si subimos", ordena el dueño del colectivo, al ver, fastidiado, que el hombre -con el bastón en una mano y la artrosis en la otra- tardaba en subir.
"Gracias, caballero...", llega a decir la nonna antes de que el colectivo arranque de forma brusca -obviamente sin esperar siquiera que el pobre viejo atine a agarrar un asiento-.
Luego de hacer malabares para acomodarse en el primer lugar de todos, donde no tenía que correrse hasta la ventana, se oye la voz del conductor.
"Tiene que pagar el boleto." Lo mira casi con odio. La escoria humana no tiene lugar en Mi colectivo, pensaría. No tengo porqué soportar esto a esta hora de la noche. Porqué me habrá tocado ese semáforo de m... .
Algo en mi corazón empezó a latir con violencia. Mucha violencia.
Saqué mi monedero con fuerza, como si se tratara de una pistola, y empecé a contar las monedas.
Me acerqué rápidamente hacia la máquina, donde el pequeñísimo hombre hacía esfuerzos por mantenerse en pie y pagar su deuda con la sociedad, y lo detuve.
"Deje, siéntese. No se preocupe por esto. En serio."
"Pero no, nena, gracias..."
"No. Usted NO se preocupe. Yo pago."
En ese momento, justo en el cual al viejito se le caen las monedas al suelo, el colectivero pega una frenada brutal.
El hombre casi se desploma sobre la baranda que rodea a la palanca de cambios. Gracias a Dios pude sujetarlo fuerte y evitar que se cayera del todo. Observé que tenía una lastimadura en la cara. Entremedio de las dos cejas. Y unos ojos celestes marcados a fuego.
Le pagué el boleto y se lo dí.
"Gracias... gracias".
De nada.
Cuando vuelvo a mi asiento una de las chicas de adelante me dice:
"Ay, tuviste un gesto muy dulce...".
"No, no dulce, responsable".
"¿Porqué? ¿Qué pasó?"
"Nada, que parece que el colectivero no tiene padres".
En fin.
Quiero matar a alguien.
Todavía no logro descubrir muy bien a quién.