15.10.08

Mariela cosía en el cuarto.

La dulce espera le había agotado las piernas, y por eso los médicos decidieron que sería mejor que los últimos meses de panza los pasara en su casa, ocupándose de las farolas de colores y los saquitos del cuarto del bebé.

No tenía apuro en que llegara el parto: se había acostumbrado a esa presencia extraña y tan suya, a la vez visceral y distinta, de su hijo en el cuerpo.

Cosía lentamente, como si la ceremonia le diera un cierto espacio a la relación que había surgido por obra y gracia de la donación de esperma de un desconocido, de la fecundación in vitro y que ahora celebraba con su marido todos los viernes con una cena en algún hermoso restaurant del puerto.

Mariela no tenía vicios. No fumaba, no bebía, no era desenfrenada en el amor.

Simplemente comía, porción por porción, todo aquello que la naturaleza le traía a la mano. Una naranja, un bombón, un pejerrey.

Y aceptaba las cosas como venían, incluso el hecho de que Juan Francisco no pudiera darle esa semilla tan deseada que, sin embargo, múltiples veces había fantaseado con tener adentro, en ese ritual que más que imaginario se convertía en una ensoñación.

En ese ritual su óvulo se unía con la vida de su marido para formar el hijo perfecto, un gen sin mácula que le daría al mundo la certidumbre de que el ser humano es el creador infalible de todas las cosas.

Pero eso no se le había dado a ellos, y ahora ella bordaba un pequeño babero de la misma forma que tendría cualquier otro bebé, sin siquiera pensar en aquello que alguna vez había sido un deseo decapitado.

Aunque luego Fernando nació, y a Mariela se le cayó la cara de incredulidad.

Era el hijo más hermoso que podría haber engendrado un alma humana, la criatura más serafina e iluminada que su pueblo jamás hubiera conocido.

No podía concebir aquellos ojos, aquella mirada pícara y frívola, dulce y almizclada a la que un rulo se detenía a coronar, que definitivamente no venía de la raza de su marido.

Poco a poco, los gestos foráneos y la cabecita áurea empezaron a hacerla fantasear, a punzarle los pechos, la panza y un poco más abajo cuando se dio cuenta de que quería conocer sus orígenes.

Necesitaba, definitivamente, saber al hijo de quién le estaba dando de mamar.

A la unión de su vientre con el de quién se sentaba a mirar todos los días en la cocina a ver cómo gateaba, como lloraba, como la amaba.

Juan Francisco venía habitualmente de trabajar y se llevaba todo lo que pensaba hacia la cama, sin ver en su hijo más que el retrato de la madre, más que el de una unión, y por eso nunca se entero de lo que día a día ella cosía con sus puntillas.

A los ocho meses no aguantó más.

Estaba sentada en un café, mirando la guía telefónica de mil ciudades, hojeando desojada las páginas de su propia vida, preguntándose si la pregunta que se hacía era fecunda, era mentira, era sonrisa, era maligna.

Pero sólo sabía que la tenía, y con ella se dirigió hasta la casa de un tal Mariánges, Adrián, que vivía en la punta de la cima de una colina.

El corazón le latía casi tres veces lo que la doctora le había recomendado que latiera. Y aunque quisiera ya no había forma de parar la iniciativa.

Ahí lo vio. Sentado en el jardín a pleno día.

¡Oh, Dios, oh Dios, oh Dios, maldito el día!

Así era todo lo que ella había soñado. La cara de su esposo aún más perfecta. Los ojos de Fernando a gran escala, los mohínes más hermosos más viriles.

Y así se oscureció, ella y la tarde. Quiso escapar. Una mata le agarró el pie y él escuchó.

Se vieron, y ella primero, balbuceó. Él no dijo nada, sólo la miró.

Después la entró en la casa en la colina, y se amaron hasta ya no ser más dos.

La urgencia estaba vacía, no hubo más pieles que rozar.

Pero ahora ella no sabía a quién amar.

Y ahora, ¿a quién pertenecía?

¿A quién su afán interno de donar?

¿A quién le agradecía ese misterio?

¿A quién le devolvía su mitad?

Aquí estaba él en su colina. Voluntario alguna vez de un hospital. Y ahora sentía que se le iba la vida, si la dejaba ir o vacilar.

No podían vivir en la colina, tampoco retornar a lo habitual.

No se sabe ni cómo, ni porqué ni cuando, pero allí están, Mariela, Fernando y Adrián.

Los tres en Madagascar.


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